El pasado domingo 14 acabaron los Sanfermines en Pamplona. Nueve días en los que el funcionamiento normal de una ciudad se ve interrumpido por una riada de personas y una miríada de situaciones impensables en otro momento y lugar.
Sin caer en el tópico de llamarles “Fiestas Universales”, es cierto que la enorme afluencia de visitantes desde todos los continentes (especialmente desde Oceanía; Australianos y Neocelandeses son legión) deja a los “oriundos” de Pamplona si no como minoría, sí a la par en número. Recuerdo cómo James Van Der Merve, un amigo inglés de raíces holandesas y que ahora vive en china, definía al australiano como “un hombre que nace en una isla y cruza medio mundo para tirarse borracho desde lo alto de una fuente, en el rito de iniciación más extraño que pudieran imaginar los aborígenes”.
Más allá de la atracción que Hemingway despertó hacia esta “fiesta”, o de que en cualquier lugar del globo puedan identificar la ciudad como el lugar de origen de los encierros, la enorme mezcolanza de culturas y orígenes impiden que podamos considerar UNA única cultura.
Si bien los visitantes desde otros lugares de España se han reducido en los últimos años, de forma que ya ni se alcanza ni se aproxima el millón de personas reunidas en el centro de la ciudad de Pamplona (de unas escasas sesenta hectáreas), la concentración de gente en las calles sigue impresionando a quien no la conozca.
El consumo de alcohol sigue siendo constante, y habitual ver gente “durmiendo la mona” en cualquier jardín o zona de césped. Tampoco es difícil encontrar por la calle “aromas” que delatan el consumo de otras drogas, estas ilegales, a cualquier hora del día. La presencia de la policía municipal, que por cierto es la más numerosa de España en relación a la población de la ciudad, es visible únicamente en los actos “oficiales”.
Podría pensarse que en este entorno, con aglomeraciones, consumo generalizado de alcohol y frecuente de otras drogas, y donde la policía que no es visible y disuasoria, los altercados y desordenes deberían ser constantes. Nada más lejos de la realidad.
Normativa derogada de facto
Los consumos en la vía pública, el enorme volumen de la música de los bares y los músicos y espectáculos callejeros, fumadores dentro de los locales, trabajadores sin contratación laboral (o en fraude de ley, con muy pocas horas de contrato y muchas de trabajo), incumplimiento generalizado de los horarios de apertura y cierre de todo tipo de negocios, sin apenas licencias o permisos entre los vendedores y espectáculos callejeros, manteros, negocios improvisados en cualquier bajera, asociaciones y peñas que actúan como bares, peatones que cruzan la calzada en cualquier momento y por cualquier lado,… Son unos pocos ejemplos de que prácticamente cualquier normativa, excepción hecha del código penal, queda derogada de facto.
El ejemplo de la plaza de toros
Las corridas de toros son, creo, el único espectáculo público en España en el que todavía está permitido el consumo de alcohol y tabaco. Y sin embargo es también, creo, el único en el que no se conocen altercados o peleas desde hace al menos treinta años. Contradiciendo la presunta correlación entre alcohol y violencia, en la plaza se introducen objetos contundentes (los mástiles de las pancartas), alimentos y bebidas desde el exterior, instrumentos musicales, botellas de vidrio… Se pita e insulta a las autoridades, especialmente a la alcaldía (el alcalde preside habitualmente la corrida del día 7 de julio), hay personajes que saltan a la arena desde el tendido (el autodenominado alcalde de las fiestas, que impone un pañuelo rojo a todo torero que logra una oreja)… Se toca música durante la faena, hasta el punto de que a veces las cuadrillas no se dan cuenta de un cambio de tercio porque no oyen los clarines…
Desorden o anarquía
Todo lo anterior podría parecer apuntar a un desorden o absoluta anarquía, a la ley de la selva o del más fuerte. A que los más musculosos, organizados o violentos se podrían imponer a los demás. Pero es todo lo contrario. Los márgenes de libertad (y de descontrol, siendo sincero) se amplían enormemente, pero no desaparecen. Muy lejos de los altercados y la rotura de mobiliario urbano que se dan en otros lugares en la celebración de un éxito deportivo o una huelga, la ciudad acaba sucia (MUY sucia), pero indemne.
Orden espontáneo
Surgen espontáneamente otros límites de lo que es aceptable y lo que no. Sin necesidad de un código escrito o de una cultura compartida, los participantes aprenden rápidamente qué no se les permite hacer. Las riadas de personas en calles atestadas forman rápidamente carriles en ambos sentidos. Cualquier empujón, pisotón o salpicadura de bebida se sigue rápidamente de una disculpa. Se mezclan orígenes, clases, nacionalidades, opciones políticas, religiones… y todo posible origen de conflicto se mantiene en la espera privada (con desgraciadas excepciones, como quienes intentaron secuestrar el chupinazo) o dentro del respeto mutuo.
Este orden no es invariable. Fluctúa con la hora y el lugar, con las personas presentes y el entorno. El comportamiento generalizado no es el mismo viendo los fuegos artificiales que en un pasacalles con las peñas, en los tendidos de sol y de sombra, en el chupinazo que en el pobre de mí, pero nunca desaparece.
Hay infractores a este orden espontáneo, sin duda. Y rápidamente se les reprende con palabras o una sonora pitada. Nada más. El ostracismo social surge como el mayor disciplinador del ser humano.
En palabras de un profesor universitario, que no nombraré, “los sanfermines son el mejor ejemplo vivo de la diferencia entre derecho y ley”.