España no gana para sustos. La ola democratizadora que viven algunos países árabes es ya, junto a la pujanza de precios de materias primas o las dilatadas tensiones financieras en la eurozona, otro riesgo adicional para la economía mundial, y en especial para nuestro país. No se trata sólo de que las alzas del Brent eleven la inflación y deterioren el saldo comercial de los países consumidores, sino que lo hacen más pronunciadamente en España. Ambas magnitudes podrían diluir las ganancias de competitividad tan trabajosamente labradas al calor de la crisis. Y los mayores precios acentuarán el dilema de política monetaria en el seno del BCE, precipitando un endurecimiento monetario más pronto que tarde.
Es cierto que nuestras inversiones en estos países no son especialmente significativas, y que nuestro sector turístico podría arañar una buena porción de visitantes que, en otra coyuntura, hubieran viajado al norte de África. Pero el alza del petrolero supone un golpe frontal a la economía de gran magnitud, en un momento en el que aún no ha soltado amarras. De hecho, unas turbulencias prolongadas pueden dañar nuestras exportaciones – frenando el dinamismo de nuestro único motor de crecimiento -, encarecer la financiación externa y provocar nuevas caídas en los parqués.
En los últimos días, un alud de artículos nos ha recordado los desoladores registros del consumo energético en España: la dependencia energética externa, del 77% en 2010, es la misma que hace tres décadas, y según Eurostat, apenas bajará al 74% en 2030; y aunque las importaciones se han diversificado geográficamente en los últimos años, el suministro de gas de Argelia sigue estando en el 32% y el petróleo de Libia ha crecido 4 puntos porcentuales desde 1997, hasta el 13%. Esta diversificación es importante desde el punto de vista de la seguridad del suministro, pero no tiene que ver con la magnitud de la factura energética, que dada nuestra gran dependencia energética depende significativamente de los precios.
Por el lado de los precios, la mayor contribución del componente energético sobre la inflación se debe, fundamentalmente, a dos factores. En primer lugar, la mayor dependencia energética de nuestra economía, como se destacaba previamente. Y en segundo lugar, el menor peso relativo de la tributación específica (impuestos especiales) frente a los tipos ad valorem (IVA), que genera una mayor volatilidad de los precios minoristas ante cambios en el valor del precio del crudo. Además, el conjunto de los impuestos sobre hidrocarburos suponen la mitad del precio final, toda vez el promedio europeo se aproxima a los dos tercios. En este contexto, el encarecimiento del Brent (10 euros en lo que va de año), acarrea 6.000 millones adicionales de déficit exterior, según el Gobierno. La reducción de la velocidad a 110 km/h sólo prevé ahorrar 1.450 millones. ¿Y el resto?
El Gobierno debería considerar seriamente la posibilidad de homologarse fiscalmente con la UE y subir los impuestos especiales, que dependen de la cantidad y no del precio. El problema reside en intentar cumplir dos objetivos contrapuestos: por un lado conseguir que, cuando cambie el precio del petróleo, el de la gasolina fluctúe menos para no afectar demasiado la inflación a corto plazo, pero por otro lado, que el alza del Brent induzca a un menor consumo de carburantes, lo cual requiere grandes incrementos de precios. El nuevo límite de velocidad viene a actuar sobre la cantidad consumida sin elevar aún más la inflación a corto plazo, pero el problema es que el ahorro que consigue es muy pequeño como para compensar la mayor factura energética. Además, el efecto fiscal de esta medida es dudoso: el menor consumo disminuye la recaudación, algo que el IVA podría no equilibrar totalmente por el efecto precio.
En el contexto actual, mayores impuestos especiales elevarían la inflación a corto plazo, sí, pero contribuirían a amortiguar el crecimiento de los precios ante nuevas alzas del Brent, incentivarían de verdad el ahorro energético y apuntalarían la consolidación fiscal. Esta medida debería introducirse sin perjuicio de reformas que profundicen en un mayor autoabastecimiento y ahorro energéticos. Es cierto que si se prolonga la situación actual, el IPC mostrará peores registros durante el año, pero debe aprovecharse el menor ritmo de expansión de la inflación previsto a partir de marzo, que finalizará el año en el 1,9%, según FUNCAS. Es hora de afrontar de cara nuestro desequilibrio exterior, de la mano del desapalancamiento público y privado.