Psicología y economía del fraude

31 enero 2013

… Fue un tiempo de mentira, de infamia. A España toda, la malherida España, de Carnaval vestida nos la pusieron, pobre y escuálida y beoda, para que no acertara la mano con la herida”. Un siglo después de que Antonio Machado escribiese A Una España Joven, nuestro país se encuentra de nuevo conmocionada antes los reiterados casos de corrupción: alcaldes de todos los colores y lugares, antiguos representantes de la patronal, tramas de financiación ilegal de partidos y malversación de fondos públicos. El rechazo de la ciudadanía se refleja en los resultados del Centro de Investigaciones Sociológicas: la corrupción es ya el primer motivo de preocupación de los españoles, superando a problemas como el paro, el endeudamiento o los desahucios. 

Los números del fraude en España

La economía sumergida de un país es la proporción de actividad que circula fuera de los filtros legales del sistema fiscal, es decir, que no paga impuestos. Las estimaciones más razonables apuntan a una economía sumergida en España cercana al 18% del Producto Interior Bruto. Un reciente estudio de la Fundación de Cajas de Ahorros, con datos de fraude ofrecidos por el Sindicato de Técnicos del Ministerio de Hacienda, ofrece dos conclusiones fundamentales: (i) la economía sumergida se ha duplicado entre 1980 y 2008; y (ii) cada año se han dejado de recaudar unos 33.000 millones de euros al año en impuestos, una cifra que equivale al 5,5% del PIB.

Realicemos un pequeño ejercicio. El 40% de los impuestos recaudados provienen del Impuesto de la Renta de las Personas Físicas (IRPF), por lo que 13.200 de los 33.000 millones no ingresados corresponden al IRPF. Supongamos también que existen pocos casos de grandes ladrones mientras el resto del fraude se distribuye de forma “normal”, lo cual dejaría sin explicar unos 9.000 millones de euros anuales de fraude. En 2010, fecha de referencia del estudio de FUNCAS, unos 25 millones de personas pagaban IRPF, por lo que cada español defraudaba, de media, unos 360 euros al año en IRPF.

Por mediáticos y preocupantes que resulten los grandes casos de corrupción, la mayor parte de la pérdida de ingresos corresponde a los pequeños fraudes que numerosos ciudadanos cometen en el día a día -comidas declaradas como deducción de trabajo, arreglos domésticos resueltos sin factura de por medio, labores de limpieza del hogar o de cuidado de los niños-. Todos estos pequeños fraudes son aceptados socialmente y alimenta nuestra tolerancia hacia la cultura del engaño. 

Engañar es una decisión

Gary Becker, Premio Nobel de la Universidad Chicago, fue el primer economista en abordar con las herramientas de su disciplina problemas como la decisión de delinquir o mentir. Un agente racional mentirá si el beneficio de su decisión es superior al potencial coste de la misma multiplicado por la probabilidad de ser descubierto; según la hipótesis de Becker, el ciudadano decide mentir en base a un sencillo cálculo interno. No obstante, la hipótesis inicial de Becker no implica que el mundo sea un árido paraje de crimen y desconfianza. Los individuos valoran, además de su propia satisfacción, las reglas sociales y el respeto por las mismas, e incorporan estos valores en sus decisiones. Dan Ariely, profesor de la Universidad de Duke y experto en economía conductual, planteó una hipótesis distinta a la de Becker para intentar comprender nuestra relación con el fraude o la mentira: la confianza es uno de los motores principales la economía y los agentes asumen riesgos en base a ella. Su teoría parte de un paradigma más generalizado de racionalidad que permite comprender mejor el comportamiento humano ante la mentira.

Tras cientos de experimentos en los que se daba a las personas la oportunidad de mentir, Dan Ariely llegó a la conclusión de que, por un lado, tendemos a mentir en cuanto tenemos la ocasión y la posibilidad de no ser descubiertos; pero, a diferencia de lo que predice la economía racional, tenemos un “umbral de tolerancia” respecto a la aceptación de la mentira. Es decir, las personas suelen mentir hasta el nivel que les permite seguir sintiéndose honradas consigo mismas. Mientras no superemos ese umbral de mentira que “toleramos”, podemos mentir y sentirnos aún así honrados –“Al fin y al cabo, ¿cuánto suponen realmente unas horas más de la señora de la limpieza?”-: los ciudadanos nos auto-engañamos con facilidad para no aceptar que rebasamos un umbral objetivo de fraude.

No obstante, una llamativa conclusión es que la posibilidad de poder ganar más dinero con la mentira no implica un mayor nivel de engaño: la mentira no parece, por lo tanto, un negocio tradicional. De hecho, Dan Ariely observó que, al aumentar demasiado los incentivos económicos de la mentira, las personas mienten menos al traspasar antes su umbral de tolerancia a la misma. 

¿Es contagiosa la mentira?

Los estudios muestran ciertas claves acerca de la mentira como enfermedad social. Primero, el engaño actúa como una infección por imitación. Si tu padre fuma, serás más tolerante hacia el tabaco. Y lo mismo ocurre con el engaño: si tus semejantes engañan, te sientes más cómodo con la mentira. Acumulamos la mentira del día anterior, desplazando poco a poco nuestra tolerancia hasta llegar al efecto “qué demonios”. Si sistemáticamente robo material de oficina, no hay tanta diferencia respecto a robar una impresora, ¡qué demonios!

La mentira se extiende como una infección si el entorno la tolera y la propicia, lo cual explica las sorprendentes disparidades del fraude entre países: una vez superado cierto umbral, se expande de forma contagiosa. En cambio, dicho umbral respecto al fraude se puede mantener bajo control manteniendo un entorno moral adecuado. A principios de los 80, la “Teoría de las Ventanas Rotas” comenzó a cobrar fuerza dentro del diseño de políticas públicas: un criminal que recorre un suburbio degradado se sentirá menos culpable por delinquir: la decadencia del entorno favorece la propagación de la sensación de impunidad moral. Una ventana rota invita a romper otra, lo cual degrada aún más el entorno y facilita la rotura de otra más. Por el contrario, la reparación de cada ventana rota evita la degradación de un entorno propicio para delinquir o engañar.

Además, existe también un tratamiento preventivo para la enfermedad del engaño, una recarga de voluntad que facilita el autocontrol de la mentira de la misma forma que el descanso ayuda al músculo a relajarse: el recordatorio moral. Unos ojos que nos observan cuando nos examinamos, o la firma de un código de buenas prácticas antes de declarar, ayudan mucho más de lo que pensamos a priori, como demostró el equipo de Dan Ariely, que ha llegado a proponer un listado de “diez mandamientos éticos” que nos recuerden periódicamente qué es correcto y qué no.

Aunque buena parte de la ciudadanía demanda un especial énfasis en el control del fraude fiscal, las causas de la mentira y el alcance del fraude rara vez se plantean en toda su crudeza. La solución al problema comienza por una diagnosis correcta y una comprensión profunda de las causas más allá del maniqueísmo de “ellos los defraudadores” frente a “nosotros los honrados”. Por ejemplo, de nuevo en el caso del IRPF, Dan Ariely demostró cómo reducir el umbral de tolerancia ante la mentira recordándonos qué es lo correcto antes de verse expuesto a la tentación: la medida consistiría en en firmar la declaración de la renta antes de rellenar el formulario, en lugar de firmarla al final.

Cada día se presentan múltiples situaciones y oportunidades de fraude cuya comisión depende en parte del deterioro ambiental que se percibe desde la sociedad, como sucede con el deterioro de un suburbio, motivo suficiente para arreglar inmediatamente todas nuestras ventanas y no sólo las de los palacios. Hemos de recordar más a menudo qué es lo correcto, pues tendemos a olvidarlo, cayendo a menudo en la complicidad del fraude que a todos nos gustaría eliminar.

Una versión de este artículo ha sido reproducida en la revista Tiempo el viernes 25 de enero.

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1 Comentario

  1. jota

    Interesante. Habría que reflexionar sobre cada uno de nuestros actos diarios, ya rutinarios o dentro de nuestra «tradición» nacional, y enfocarlo desde la perspectiva del fraude.
    A veces yo me pregunto qué haría tal persona en esta circunstancia; si mi ideal es «el dioni», pues ya sabemos lo que vale una botella de champán «¿con puta o sin puta?» que dijo aquél.

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