Dos anotaciones previas antes de responder a esta pregunta. La primera, que el desencadenante de ponerme a pensar en esta cuestión, con la atrevida consecuencia que tienes ante tus ojos, es el ensayo de Edgar Cabanas “Happycracia”, recién devorado. En él se desmenuzan los orígenes y el negocio que subyace tras la sicología positiva y movimientos afines, cuando están más próximos al puro marketing que a la ciencia.
La segunda puntualización es que el título no se refiere a si la empresa puede “hacernos felices”, algo que escapa a sus funciones porque eso es responsabilidad y objetivo de cada uno; dicho de otra manera, uno tiene que ir a trabajar con la felicidad ya hecha (si es que puede). En cualquier caso, el asunto va sobre si la felicidad es también cuestión de las personas… jurídicas.
Dicho lo cual, habría que incidir en una duda anterior: ¿debería importarnos?
Las personas aspiramos a ser felices por definición dado que llegamos a un mundo imperfecto, fábrica incansable de expectativas y frustraciones, pero motor siempre de nuestras aspiraciones.
La felicidad nos importa más por su ausencia que como meta. Suele ser mayor el desasosiego ante la sensación de infelicidad que la satisfacción de sentir una felicidad suficiente, aunque sea ésta la que nos guste exhibir si se nos pregunta al respecto (nos sigue dando cierto pudor reconocer según qué carencias íntimas).
Empresa eres tú
La empresa es una colectividad humana compleja, sujeta a una estructura de distribución de funciones y responsabilidades, y dependiente de unos resultados. Hasta aquí, todo muy poco emocionante. ¿Cómo encaja, entonces, la madre de todas las emociones —la felicidad— en dicho entramado?
En efecto, no es fácil trasladar criterios de felicidad humana a una entidad como la empresa, sobre todo porque apenas podremos acercarnos a una especie de sucedáneo de eso que es un sentimiento exclusivo de los seres inteligentes. Es obvio que solo las personas podemos ser o no felices. Sin embargo, podemos intentar dar una respuesta válida a la cuestión inicial si aceptamos la posibilidad de que la empresa también puede alcanzar un cierto estado de bienestar con algún parecido al que a nosotros nos ocupa.
La Universidad de Yale realizó un estudio en el que se definían las reglas básicas de la felicidad humana. Alguna de ellas, en concreto la que denomina “Autoengaño”, puede ser, sin ir más lejos, aplicable a la empresa. Tal regla dice que solemos creer que la felicidad depende de ciertos logros (“prejuicios cognitivos”) pero partiendo de una errónea elección de nuestras prioridades. En consecuencia, el logro alcanzado suele tener un sabor agridulce porque siempre provoca un cierto déficit de felicidad.
¿No ocurre con la empresa algo parecido? ¿No es con frecuencia palpable que se equivocan sus prioridades —y no me refiero a las que reflejan su Misión, Visión y Valores siempre tan grandilocuentes— arrastrando así una permanente insatisfacción que se llega a respirar en todos sus estamentos?
Toda empresa aspira a ir progresando en el camino hacia dos metas irrenunciables: productividad y beneficios. Ocurre que en ocasiones tales objetivos podrían encuadrarse en los “prejuicios cognitivos” que el estudio de Yale plantea o, lo que es peor, en el permanente esfuerzo nunca del todo satisfecho al que Sísifo dio rango de mito.
No obstante, es verdad que la empresa debe buscar tales metas como justa recompensa a la apuesta que realizan inversores y trabajadores, pero sin dejar de lado que estos objetivos y sus consecuencias, a su vez, han de responder a una prioridad: el bienestar empresarial… Y es aquí cuando parece que, en efecto, podemos empezar a pensar que a las empresas también se les puede adjudicar una determinada sensación de felicidad si, como hacemos los humanos, tal percepción depende del nivel de bienestar que sentimos (digo “sentir”, no “poseer”).
La felicidad empresarial como estrategia
Quien la sigue, la consigue… o, al menos, eso dice la sabiduría popular. Lo que no aclara es el cómo. ¿Es cuestión de paciencia, de terquedad, de habilidad, de estrategia…? Y para saberlo y poderlo aplicar,
¿qué es lo que hoy nos está abriendo las puertas a un mayor grado de felicidad/bienestar en ese entramado complejo que llamamos empresa? En mi opinión es la tecnología digital.
La explosión de valor que nos ha traído a humanos y organizaciones la revolución tecnológica no proviene solo de la incorporación de nuevas capacidades y funcionalidades sino, sobre todo, de la eliminación de obstáculos que hasta ahora nos ocupaban tiempo y recursos.
La tecnología, pues, no vale tanto por lo que hace en nuestro lugar sino por lo que nos deja hacer; y no tanto por las necesidades de nuestra vida y nuestro trabajo que cumplimenta y llena como por su capacidad para despejar y devolvernos parcelas hasta entonces ocupadas.
Escribir sobre este teclado me permite eliminar la necesidad de dominar la ortografía, revisar el texto, comprar diccionarios, tenerlos al alcance, consultarlos, aplicar las correcciones…, para dedicar en su lugar más esfuerzo a la reflexión.
El concepto taylorista del trabajo, según nos recuerda Neil Postman, se apoya en supuestos como que el objetivo del trabajo y pensamiento humanos es la eficiencia, que no hay que confiar en el juicio humano sino en el cálculo, y –especialmente interesante a nuestros efectos—que lo que no se puede medir no existe o no tiene valor. Si “medimos” las operaciones del día a día de una empresa —que hasta hace no mucho se realizaban de forma manual y hoy se hacen de manera digital— concluiremos que hemos ganado muchas horas para llenar de nuevo y mucha capacidad profesional e inteligencia corporativa a la espera de un destino igual de valioso aunque menos medible.
En el fondo, lo que la digitalización aporta es la simplificación de operaciones por medio de su enorme capacidad funcional. Creo que un algoritmo es, de alguna forma, un oxímoron porque la simplicidad del recorrido (… una transferencia bancaria en tres clics de ratón) parece la pura contradicción del complejo compuesto logarítmico que la hace posible.
La digitalización está regalando a las empresas tiempo, talento y recursos que quizá debieran utilizar para otro tipo de “productividad” y de “beneficios”. ¿Utopía, ingenuidad…? Puede ser. Ya dije alguna vez que el business es un show que siempre debe continuar y al que no le resulta fácil cambiar de rumbo, pero en ello podría residir la “felicidad” de la empresa.
Las personas asumimos que la felicidad consiste en momentos que hay que saber detectar, contemplar y disfrutar. Para una organización, la felicidad también puede consistir en la percepción de sentirse bien porque deja sitio a aquello que a sus miembros les produce bienestar. Dejar espacio, tiempo y oportunidad para, por ejemplo, aprender sin pensar en la utilidad de lo aprendido, relacionarse olvidando jerarquías y competencias, descubrir el placer de compartir algo más que una cadena montaje o una mesa de escritorio, tomar conciencia de las implicaciones económicas y éticas que el trabajo diario tiene para la sociedad. En fin, dejar un hueco en la jornada laboral a alimentar las partes de nuestro intelecto y nuestro espíritu, al igual que hacemos fuera de ella para equilibrar nuestro balance vital.
Me temo que no es fácil medir el grado de felicidad de una organización, al contrario que ocurre con las personas, las ciudades o los países, a juzgar por las frecuentes estadísticas que buscan ilustrarnos al efecto. Cuando uno cruza las puertas de una empresa, trata con su gente, respira el ambiente de sus pasillos y entorno de trabajo, observa los rostros y se fija en las miradas de los trabajadores…, obtiene una determinada percepción, suficiente para salir de allí sintiendo que en dicha empresa se vive algo parecido a una felicidad colectiva o, por el contrario, es el desencanto, la tristeza, la tensión lo que la definiría.
Llámenme iluso, pero pienso que una empresa puede “sentirse” objetivamente feliz cuando sus miembros perciben que están haciendo las cosas bien y, además, para algo bueno; cuando se saben valorados también por lo que son y no solo por lo que hacen; cuando sonreír no es una pose sino un hábito.
Si la tecnología nos está haciendo más libres e inteligentes —también a las organizaciones— es hora de demostrar que nuestro concepto de libertad e inteligencia es bastante más profundo que el de los propios estándares tecnológicos o, si se prefiere, que el que Google aspira a imponernos.