Cada día desayunamos con las recomendaciones de los gurús de cabecera sobre las mejores decisiones estratégicas. Cada mañana alguien nos dice hacia dónde debemos encaminar nuestros pasos para que nos vaya bien. Si nos fijamos, podemos ver que la mayor parte de estos visionarios analizan el presente para proyectar el futuro. Los mejores de ellos hacen una lectura temprana de esos todavía indicios, para aventurar lo que ocurrirá en el mundo, país y sector en los próximos meses o años. Nunca antes la realidad ha sido tan cambiante.
¿Alguien le dijo al tyrannosaurus rex, cuando se paseaba por este planeta como el mayor depredador, lo que le iba a ocurrir hace sesenta y seis millones de años? ¿Y al megalodón hace tres millones de años cuando reinaba en los océanos? Ambos eran los más grandes, los más fuertes y lideraban la cadena trófica, pero hay momentos en los que ser el más grande, el más fuerte o, incluso, el más inteligente no es suficiente.
Cuando desaparecieron los dinosaurios la tierra empezó a ser dominada por mamíferos del tamaño de una ardilla. Eran pequeños, adaptables, rápidos, se reproducían con facilidad y se alimentaban de insectos. Eran oportunistas a la espera de su momento. Durante más de ciento treinta millones de años coexistieron mamíferos y dinosaurios: los pequeños mamíferos convivían, no competían por ser los más grandes ni los más fuertes y, finalmente, ganaron la guerra de la subsistencia. En el mar ocurrió lo mismo: el más grande desapareció.
Si hoy miramos lo que ocurre en la naturaleza vemos que a los elefantes o a la ballena azul no los protege su tamaño. Es posible que, al contrario. Tampoco a los tigres su mimetismo ni a los osos su fuerza. Lo que los protegerá será saber convivir y adaptarse en un hábitat cambiante, con nuevo clima, nuevos vecinos y nueva alimentación. El que se alimente de un solo tipo de animal o vegetal perecerá tarde o temprano; el que necesite mucho espacio para desarrollarse no sobrevivirá en libertad, salvo en reservas con especial protección. Así de triste.
La naturaleza anticipa todo lo que pasará en el resto de los mundos.
A mediados del siglo XVIII, cuando arranca la revolución industrial, el modelo de las empresas era muy claro: para tener éxito era necesaria una planificación rígida de la estrategia, una asignación rígida de recursos y una ejecución igualmente rígida. Se necesitaba saber dónde estaba la oportunidad y tener la disciplina necesaria para ejecutar los planes. La diferencia entre triunfar o no era tener modelos de trabajo que hicieran eficientes los recursos, especialmente la mano de obra.
Un siglo después llegó una segunda revolución industrial que mantuvo muchas de las formas de pensar en la planificación de las empresas, la asignación de recursos y en la ejecución de los planes. Pocas personas pensando y muchas obedeciendo en estructuras piramidales y muy jerarquizadas.
En las últimas décadas, estos modelos resultaron poco eficientes y se avanzó hacia modelos de empresas con una estrategia bien planificada para mantenerse a medio y largo plazo, pero con sistemas de ejecución flexibles. Modelos de estrategia rígidos, anclados a una realidad poco cambiante, pero donde se permitían adaptaciones a los diferentes mercados, productos/demanda o perfil de clientes. Poco a poco empezaron a triunfar otras empresas que, al contrario, tenían sistemas de planificación muy flexibles para detectar oportunidades, modelos muy adaptativos a las condiciones de mercado, con sistemas de ejecución muy rígidos y disciplinados.
¿Dónde estamos ahora? Pues en el nacimiento del éxito de una variedad distinta de empresas.
Empresas que leen el mercado en directo y se adaptan. Muy apoyadas en la tecnología, con modelos de planificación de la estrategia muy flexible y con ejecución también muy flexible. Empresas con organigramas planos, nada jerarquizados y organizadas desde la colaboración. Pocos jefes, poca mano de obra sin cualificación y una enorme clase media de técnicos muy cualificados en sus materias.
¿Por qué el éxito es suyo? Sencillamente porque tienen la capacidad imbatible de adaptarse, trabajar con complicidad, probar, equivocarse y corregir muy rápido. Probar, acertar y ser pioneras. No dependen de comités de dirección lentos ni de políticas marcadas desde lejanos consejos de administración.
Su valor es la agilidad en la toma de decisiones y la ejecución de los planes.
En los años 90 Bauman acuñó el término “modernidad líquida” y de ahí se pasó al concepto de empresa líquida, como aquella empresa flexible y capaz de adaptarse con celeridad extrema. Estamos hablando de conceptos de hace pocas décadas y que hoy se muestran ya lejanos. También es cierto que se trata de conceptos físicos, contraponiendo líquido frente a sólido y flexible frente a rígido.
Hoy contamos con nuevos jugadores muy relevantes; ecosistemas de realidad virtual (metaverso) o inteligencia artificial. Variables absolutamente disruptivas que vienen a revolucionar nuestra realidad diaria. Quizá ya no sea suficiente con ser una empresa líquida. Ahora la exigencia es que las empresas piensen cada día, igual que las personas cada mañana deciden qué desayunar, cómo vestirse, qué ruta tomar para ir al trabajo y qué llamadas realizar.
Las empresas deben crear modelos de pensamiento colaborativo donde participen los principales cerebros de la compañía, se escuchen, compartan, analicen y decidan. Se acabaron los planes estratégicos trianuales y las revisiones trimestrales.
Se están muriendo los inútiles comités de dirección para revisar el pasado, los consejos de varias horas hablando de lo que ha ocurrido, mientras no decidimos qué queremos que pase. Cada vez es más importante no mirar fotos fijas, sino analizar tendencias. Eso nos descubrirá las nuevas oportunidades.
Bienvenidos a un nuevo mundo.