Hace unos días me encontré con un enlace a una “encuesta” de lo más curioso. La pregunta era:
¿Es mejor un buen divorcio o un mal matrimonio?
El 98% de las respuestas optaban por un buen divorcio. Tan abrumadora mayoría me hizo reflexionar. Me hizo trasladar esta misma pregunta al ámbito del trabajo.
¿Qué es preferible, mantener una relación comercial tormentosa o romperla definitivamente?
La respuesta “académicamente correcta” es clara; la empresa intentará mantener cualquier relación comercial que sea económicamente rentable. Y sin embargo hay costes difícilmente asignables a un cliente concreto. ¿Cómo incluir en la contabilidad de costes el tiempo que un telefonista dedica a atender las llamadas de un cliente desconfiado? ¿Cómo asignar el tiempo del comercial aplacando los nervios de un cliente que ha roto stocks? ¿El tiempo empleado en las gestiones de cobro?
Ciclo de vida de los productos
Una de las herramientas de análisis básicas en marketing es el del ciclo de vida de los productos. Parte de la base de que todos los productos experimentan ciclo de existencia en el mercado con características más o menos comunes. Veámoslo.
Cuando aparece un producto nuevo en el mercado, unos pocos curiosos lo prueban. Después, aquellos consumidores inquietos a quienes gustan las novedades lo adoptan.
Más tarde una primera mayoría entra en el mercado. Posteriormente el producto es conocido y reconocido incluso por quienes no lo consumen.
Por último, ocurre lo inevitable. Los gustos cambian, otros productos nacen, la tecnología avanza… Y el mercado declina y se reduce (o no, como los refrescos de cola, en eterna juventud desde su aparición).
¿Hasta desaparecer? No necesariamente. Hay productos en eterna fase de declive como el tabaco, u otros que se han instalado en una permanencia residual en la vejez (como el ejemplo de las cocinas de leña que ya utilicé).
Las características de los consumidores que entran al mercado en cada una de esas fases son muy distintas, como muy distintas son las formas de aproximarnos a ellos.
Ciclo de vida de la relación profesional
Del mismo modo, las relaciones profesionales experimentan un ciclo de vida más o menos característico, dependiendo del mayor o menor “encaje” que logren las partes. Con la expresión relaciones profesionales me estoy refiriendo a cliente-proveedor, arrendador-arrendatario, empleador-empleado, prestamista-prestatario,… Hay un contacto, una negociación, una relación creciente que luego disminuye, y por fin una ruptura. No hace falta decir la parte que no se prevé, ni se planifica, ni se contempla, que la parte difícil es la ruptura.
¿Por qué si es natural, esperable y hasta sana, no prevemos la fase de ruptura en nuestras relaciones profesionales? ¿Por qué si tenemos una política de bienvenida a los que se incorporan a la compañía, no tenemos una forma clara de tratar a los que salen? ¿Por qué, si intentamos ser racionales en nuestras presentes relaciones profesionales, nos permitimos no serlo en las que fueron?
Irracional en el adiós
Mi interpretación es única y clara. Porque nos lo permitimos a nosotros mismos. Nos permitimos ser emocionales, irracionales e ineficientes al perder tiempo y esfuerzo en demonizar al que no está o se va (empleado, jefe, cliente, proveedor, inquilino,…). Les pondré un ejemplo.
Conozco una empresa, un centro especial de empleo, que como todos ellos recoge en sus escrituras de constitución que su fin social es asegurar un empleo remunerado y productivo a las personas con discapacidad, contribuyendo a su integración laboral y social (u otra fórmula similar). Pues bien, cada vez que un trabajador abandona esa empresa para pasar a un puesto en una empresa ordinaria (no un centro especial de empleo), la reacción y actitud es la propia de una reina ultrajada. Rasgado de vestiduras, sentimiento de traición, ostracismo al que se va… En vez de alegrarse porque un colaborador ha prosperado y logrado un puesto que, sea en el sentido que sea, le llena más, la organización en bloque se… enfada.
Esa reacción visceral en la ruptura desenfoca la visión y altera la cultura de la empresa. Envía señales a los stakeholders sobre cómo reaccionará la organización, lo mal que lo hará. Provoca comportamientos estratégicos. El colaborador pecará de falta de sinceridad hasta el último segundo. El cliente que deja de comprarnos lo hace abruptamente y sin darnos la oportunidad de mejorar o igualar la oferta de la competencia. El empleado se va sin cerrar lo que tenga abierto y, dado que cree que pensaremos lo peor de él, lo hace igualmente. Logramos una terrible profecía auto cumplida.
Contrato al cajón
Si somos los responsables de la estrategia de nuestra organización, si dentro de nuestras tareas se incluye prever y planificar, hemos de gestionar también la posible futura ruptura. El mejor consejo que he recibido jamás de un abogado fue “intenta prever TODO en un contrato y luego tíralo en un cajón y olvídate de él”. Trabajar en base a la buena voluntad, focalizado en los objetivos comunes, previendo y solucionando los problemas incluso antes de que sean patentes. Trabajar teniendo como objetivo el cuidado de la relación y su desarrollo a largo plazo. Actuar, en resumen, en el trabajo como en el amor; viviendo cada día como si fuera a ser eterno, aunque sepamos perfectamente que no lo es.
Una aclaración: sabemos que no es eterna una relación profesional; el amor sí puede serlo.
El día que necesitemos sacar el contrato del cajón, es que algo va rematadamente mal. Pero como lo hemos previsto, saquémoslo y cumplámoslo, incluida la forma de romper la relación comercial.
De tripas corazón
Llegados a este punto, seamos fríos. La vida da muchas vueltas y no tiene ningún sentido generar una enemistad duradera de lo que tan solo es una ruptura de relaciones. Imposibilitar
un trabajo futuro cuando lo que hoy ocurre es normal y natural, no tiene sentido. Igual que no es productivo retener a un socio que quiere irse no es productivo retener a un cliente o proveedor que prefiere probar suerte. O enfadarse con un trabajador que quiere cambiar de aires. Si realmente nos fastidia la ruptura, pensemos y preguntemos por qué se ha dado, y veamos la forma de incentivar que no ocurra de nuevo.
No dañar al otro, beneficiar al propio
Una última cosa. Cuando afrontamos estas situaciones, es terriblemente práctico cumplir con un principio: no dañar al otro, beneficiar al propio, y por ese orden. Dos no discuten si uno no quiere y, cuando la decisión está tomada, facilitemos el proceso. Seamos rectos y cabales. Prestemos la atención necesaria, pero no más. Evitemos cualquier conducta que provoque daño en el otro y, por supuesto, busquemos nuestro interés, pero no a su costa. Un contrato no se firma si no conviene a las dos partes y una ruptura (que en el fondo también es un acuerdo) no se acaba si no conviene a las dos partes. Y pocas situaciones son menos productivas que dedicar tiempo y esfuerzo a no finalizar de mala manera algo que ya se ha acabado. Tengamos un buen divorcio.
1 Comentario
No estoy de acuerdo con el divorcio y creo que Dios los ha mandado a estar en unidad y a restaurar familias no ha separarlas
NO AL DIVORCIO.