Mis primeros dos meses en Estados Unidos, una vorágine familiar y administrativa, contrastan con mi visión desde la distancia sobre la realidad española: un devenir moroso, una sucesión de lugares comunes que se repiten una y otra vez, disfrazados de novedosos programas reformistas.
Anuncios sobre anuncios de cambios al final descafeinados; intenciones, dichos y que desaparecen bajo titulares noticiosos que finalmente languidecen con la sensación mediática de última hornada. Una economía que parece que ya casi sí pero con datos y actitudes que susurran que no, o que tal vez, o quién sabe cuándo, o quién demonios sabe. Unas paladas de cal y otras tantas de arena, de la gibraltareña y de la política, ambas trasvasadas del patrimonio natural y ciudadano al terreno del regateo patrio, donde el ruido y el fuego acallan cualquier debate crítico de calado, atenazando el pensamiento.
Desde el verdor espléndido de estas tierras de Maryland, uno percibe que a España se le va terminando la crisis sin haber aprovechado las oportunidades que este período, excepcional y terrible, había puesto en nuestras manos. Aquí, en la arena política de Washington, hay un dicho que no por conocido deja de repetirse: “nunca desperdicies una crisis”. Los tiempos duros proporcionan un marco de actuación inmejorable para conseguir cosas que en otras circunstancias serían imposibles. Pero no, parece que en nuestra casa pública común nos hemos dedicado a cambiar los muebles de sitio, repintar las paredes, realizar algunos ajustes de emergencia, meter el polvo bajo las alfombras y poner ambientador en aquellos lugares demasiado malolientes para el disimulo. Más de lo mismo, siglo XXI. Así corremos (de nuevo) el riesgo de que nuestras fortalezas, que las tenemos (léase el turismo o la potencia exportadora, por poner dos claros ejemplos) acaben languideciendo por culpa del enquistamiento de nuestro entorno político y administrativo.
Como ocurre en la ciencia militar, tras las necesarias acciones tácticas de emergencia siempre debe venir la estrategia. Una nación no puede sobrevivir en el corto plazo. En el aspecto económico, ya no se trata de mantener estructuras (y cargos) preexistentes con presupuestos menguantes, sino de redefinir nuestra visión de país, asegurando su solvencia ética y financiera. Ello implica configurar un estado más pequeño y mucho más eficiente, conseguir unas administraciones públicas independientes del círculo vicioso de la deuda y desafiar una ortodoxia burocrática que se ha demostrado inoperante en las últimas décadas.
En mi primer artículo aquí en Sintetia escribí sobre el posible camino hacia un nuevo paradigma burocrático, ante el convencimiento de que estamos tratando de gestionar el mundo del siglo XXI con burocracias del siglo XIX. Más tarde, en mi blog esbocé el concepto de Administración Estratégica, proponiendo una revolución en los procesos de decisión y gestión. Planteaba entonces tres objetivos públicos irrenunciables: simplicidad, exclusividad y eficiencia en la asignación de los recursos. Sobre ellos debería sustentarse un proceso de cambio basado en un pacto estatal con voluntad de cumplimiento, lealtad institucional, disciplina fiscal y sometimiento pleno a la Ley. También con sanciones para los incumplidores, en forma de restricciones financieras.
Insisto: se trata de replantear desde los cimientos nuestra forma de organizarnos, de convivir y de asegurar unos servicios públicos útiles y de calidad, en lugar de andar decidiendo qué debemos reducir y qué debemos proteger. ¿Qué pedimos a nuestro Estado los ciudadanos del siglo XXI? ¿Pagamos impuestos para que alguien decida proporcionarnos lo que no hemos solicitado? ¿Cuáles son nuestras necesidades públicas esenciales? ¿Cuáles son los problemas básicos que debemos resolver como nación? ¿Y cuál es el enfoque estratégico adecuado para cada uno de ellos?
Sin responder tales cuestiones, sin definir y equilibrar metas, procedimientos y recursos, seguiremos sumidos en el cambalache nuestro de cada día. Una semana, un mes, un año, una década… hasta el infinito y más allá.