Una madre entra nerviosa en una casa de empeño, de la mano de una pequeña apesadumbrada. Si lo llevamos a la esencia bien podría ser una escena de 1950, sin embargo, el contexto decadente nos sorprende en 2040. El matiz reside en la frialdad del entorno y la sintonía de rendición generalizada.
Llama la atención el tintineo al abrir la puerta al chocar con una cascada de estrellas doradas, a la antigua usanza. Sigue siendo un buen método alternativo a la vigilancia electrónica y ha alcanzado gran valor entre los comerciantes.
Ambas entran, con impulsos contrarios a su voluntad. La niña busca una mirada, que rescate el momento, que regrese al umbral. La madre, como aquel que ya se ha adentrado en el abismo, avanza absorta rodeada en recuerdos.
Sueña con el Paris de 2003, repleto de bullicio y suvenires, con el acopio de recuerdos que su madre había hecho en la maleta y que con toda ilusión repartía al llegar. Piensa en cómo ella y sus hermanos, colmados de juguetes y atenciones, no prestaron demasiado interés a los presentes.
Y no fue hasta años más tarde que recuperó el puzle de 100 piezas que había viajado con la intención de calmar su atención inquieta.
Vaciando la vieja casa de la abuela, pensó que el puzle sería una sinécdoque de pasado para su hija, para entender el mundo abundante y excesivo en el que había vivido, y las pequeñas y no tan pequeñas cosas que se perdieron por el camino.
Vuelve a 2040. Hace frío fuera. Siente frío dentro. Con mimada delicadeza saca de su escondite la pieza y la desenvuelve. El comerciante del otro lado exige comprobar que todas las piezas permanecen en la caja y no han sufrido desaires del paso del tiempo.
En una ironía del destino, la madre se dispone a montar el puzle sin darse cuenta que, con suma habilidad, y como audaz descendiente de Tormes, el comerciante retira una de las piezas. Se restriega las manos, porque la gente, ante la crisis energética y los problemas ambientales, echó mano de libros y enseres susceptibles de alimentar el fuego, aunque con ello dejara hambrientos los corazones, el legado y la razón.
Ahora el juguete, insignificante en otra época, se ha vuelto un bien de lujo, un premio del pasado. Es la última joya que la madre conserva.
La madre finaliza el puzle. Se topa desesperadamente con que le faltan dos de las piezas. El comerciante se sorprende, si son dos las que faltan, es que falta una, y el puzle minora considerablemente su precio. Hace una oferta ridícula adivinando la desesperación de la madre, más esta, llena de un orgullo lejano y sujetando el hilo de voz que le pide conservarlo, junto la mirada atónita de última llamada de apelación de su hija, decide rechazar el vil ofrecimiento. En un momento de culpabilidad y como si la zancadilla del azar le permitiera la redención, el comerciante decide devolver la pieza.
Madre e hija vuelven a casa. Tristes y contentas. La madre ensimismada busca la manera de encontrar alternativas a su situación.
La niña insiste en montar juntas el puzle, aunque le falten las dos piezas de la gloria. La madre finalmente acepta con ternura. Sorpresas de la vida, el puzle está completo.
La madre mira a la niña y tras unos segundos de incomprensión y estupor, inicia su inculpación por un posible despiste, acabando su soliloquio al estilo Dostoievski con un giro Agustiniano, hacia el antiguo concepto de los milagros.
La niña, entre culpable y lisonjera, le aclara que nunca faltaron las dos piezas, que el puzle de la abuela siempre estará completo si mamá y ella son esas dos piezas.
Resulta que habiendo visto la niña que el comerciante y la madre estaban absortos en sus acciones, y adivinando la jugada del primero desde su perspectiva menuda, decidió apostar a su mismo juego, sabiendo que ese puzle era el último vínculo materno con la esperanza de un mundo mejor.
Valoremos lo cotidiano, lo que nos parecen pequeñas cosas, la insolente abundancia que nos rodea. Valoremos los pequeños gestos y el cariño, a los que cuidamos y nos cuidan, ya que la medida de su valor no se devalúa con los mercados o la especulación.